El último cachaco
En la Feria del Libro con Bogotá como Capital Mundial del Libro, se recordará una cultura ya casi perdida. No será fácil, pero podrá ser ilustrada por el último cachaco.
Por Gabriel Rey
“Qué día el que me espera”. Marcelino no era como cualquier bogotano actual. Desde su niñez, poseía características que lo hacían parecer un personaje de 1948, la época de Gaitán. Su reloj biológico estaba bien cuadrado: se levantaba antes que el gallo cantara. El agua fría de la regadera lo despertaba aún más, agudizaba sus sentidos y se preparaba para el largo día de estudio o de trabajo o de recocha, ni siquiera él podía definirlo. Desde sus quince años bebía un café después de arreglarse, antes de tomar su changua y su chocolate caliente. Llegaba a las siete de la mañana a su oficina, ubicada sobre la carrera Séptima. Era una de esas oficinas de ejecutivos, no era la gran cosa: vista panorámica de la ciudad con ventanas cortas, perfectas para que el aire penetrara y refrescara el olor punzante de su vicio; computador y cafetera, la última siempre llena, pero no de café descafeinado sino del molido, del puro, del bueno, del que tiene altos niveles de cafeína, “sólo sustancia”, como los caldos Maggie.
En su oficina todos admiraban su pulcritud y puntualidad. Nunca se le veía estresado. Sus vestidos eran todos diferentes, sus zapatos lustrados como espejos, su camisa sin una sola arruga, con puños y cuello almidonados, mancornas brillantes y sombrero, ¡qué sombrero!, en puro fieltro, al estilo de Gardel, los que ahora sólo se utilizan en fiestas de disfraces; la combinación de colores sobrios era, simplemente, perfecta. Pero esto habría de cambiar.
Su rutina se transformó después de un cóctel, como cualquiera, donde él era admirado por su conocimiento empresarial y cultural al igual que por sus tradiciones. Allí en el evento conoció a Lina, quien poseía una belleza clásica: rubia, ojos color miel y cintura delgada. El cruce de sus miradas fue tan arrollador que ninguno de los dos pudo superarlo. A ella le encantaban sus charlas, su ternura que, aunque esporádica, era encantadora y, sobre todo, el que mantuviera en su personalidad una cultura ya perdida, la bogotana.
Marcelino vivió contento hasta el día en que Lina murió: fue violada y al pensar que él no superaría lo sucedido decidió quitarse la vida. El fatídico hecho se produjo un ocho de marzo cuando, por última vez, sus manos rozaron su rostro. Lina murió y en la oficina no se supo nada más de Marcelino, desapareció.
Un mes después volvió con la barba crecida y el cabello largo. Llegó en su faceta moderna, no se sabe ni cómo ni cuándo pero lo había consumido. El recuerdo le pesaba, verla morir en sus manos parecía obra del demonio. ¿Por qué no le había dicho nada?, ¿él habría podido entender?, éstas incógnitas le taladraban el cerebro, no sabía qué hacer. Los papeles iban y volvían. Se volvió tal su obsesión por encontrar respuesta que sólo estiraba sus brazos para servirse del más fino whisky y firmar papeles sin importarle su contenido. Los cigarrillos ya no parecían afectar sus pulmones ni el trago su hígado, su cuerpo parecía indestructible pero su espíritu estaba en estado de putrefacción, no sabía cómo levantarse, cada palabra de ánimo era una puñalada más.
Recuerdo a mi padre, él nunca pudo superar la trágica pérdida de mi madre quien murió frente a nuestros ojos. Miré correr su preciosa sangre, la misma que pasa por mis venas. Fue un 12 de abril por la noche, rateros entraron a mi casa con capuchas negras y armas muy grandes, pedían a mi padre abrir la caja fuerte. Por rehusarse tomaron a mi madre y después de sacar todo el dinero, escrituras y joyas descargaron un tiro sobre sus sesos, sólo recuerdo que por su cuello y su cabeza corría mucha sangre y que la ayuda que llevé no sirvió de nada.
Al revolver su pasado se sintió peor y le pareció que su vida no tenía sentido. Ya no podía ver sus sueños realizados, todo un futuro se vio truncado por la injusticia.
Lina nunca vio con malos ojos a Marcelino, su “cachaquito”. Sus paseos eran largos, caminaban por la gran avenida divagando, hablando, mirando los carros, el claro del cielo y la lluvia que caía sobre ellos. Con esos momentos supieron que lo que sentían era verdadero amor. Nunca estuvieron tan bien. Los problemas eran fáciles de sobrellevar, el mundo estaba a sus pies; pero ahora era al revés.
Marcelino se sentía como Atlas, aquel griego que carga el mundo sobre su espalda. Las cobijas le pesaban cuando sus párpados se abrían, el cantar del gallo no era el mismo y el café era tan amargo como el hecho de vivir. La gente se preocupaba aunque él seguía ensimismado, no cambiaba las sábanas desde el último día en que Lina estuvo bajo ellas. Sentía su olor cada vez más tenue, noche tras noche intentaba perderse del mundo, apagaba su teléfono, no era nadie más que un muerto en vida. Lina era su pasión, sin ella no valía la pena la vida. Su recuerdo era lo único que le quedaba.
Un día olvidó apagar su teléfono y su mejor amigo, Andrés, de quién no sabía hacía mucho, llamó a saber de él:
- Marcelino ¡qué gusto escucharte ala!
- Ojalá pudiera decir lo mismo querido amigo
- ¿Te pasa algo chatico?
- Se me está acabando la vida hermano
- No digas eso hombre
- Es la verdad, ya no se quién soy
- Mira, veámonos mañana en el sitio de siempre, donde doña Gladis ¿te acuerdas ala? Jajajajaja
- Jajajajaja. Sí mi hermano, allá estaré a eso de las tres ¿te parece?
- Por supuesto. Hasta entonces.
- Hasta entonces
En la cafetería recordaron viejos momentos y lo que había pasado con Lina. Su amigo le dijo:
- Hombre tu vales mucho y puedes superar esto.
- Pero ¿cómo?
- Con alguien que te escuche y que no te deje desfallecer
Hubo un silencio, ninguno de los dos sabía que hacer, entonces dijeron:
- Paguemos
- Dale hombre
- Vamos a descubrir de nuevo tu mundo
- ¿Podremos?
- Allí esta el camino, sólo hay que recorrerlo
Se encontraron con el mundo donde incontables fantasías se suscitan, donde los hombres se funden con la tinta y el papel, donde el último cachaco volvió a resurgir: en La Feria del Libro, donde la ciudad que lo vio nacer era la invitada de honor, con todos sus hijos recorriendo paso a paso la historia de una cultura que no puede quedarse en el sótano del olvido.
En la Feria del Libro con Bogotá como Capital Mundial del Libro, se recordará una cultura ya casi perdida. No será fácil, pero podrá ser ilustrada por el último cachaco.
Por Gabriel Rey
“Qué día el que me espera”. Marcelino no era como cualquier bogotano actual. Desde su niñez, poseía características que lo hacían parecer un personaje de 1948, la época de Gaitán. Su reloj biológico estaba bien cuadrado: se levantaba antes que el gallo cantara. El agua fría de la regadera lo despertaba aún más, agudizaba sus sentidos y se preparaba para el largo día de estudio o de trabajo o de recocha, ni siquiera él podía definirlo. Desde sus quince años bebía un café después de arreglarse, antes de tomar su changua y su chocolate caliente. Llegaba a las siete de la mañana a su oficina, ubicada sobre la carrera Séptima. Era una de esas oficinas de ejecutivos, no era la gran cosa: vista panorámica de la ciudad con ventanas cortas, perfectas para que el aire penetrara y refrescara el olor punzante de su vicio; computador y cafetera, la última siempre llena, pero no de café descafeinado sino del molido, del puro, del bueno, del que tiene altos niveles de cafeína, “sólo sustancia”, como los caldos Maggie.
En su oficina todos admiraban su pulcritud y puntualidad. Nunca se le veía estresado. Sus vestidos eran todos diferentes, sus zapatos lustrados como espejos, su camisa sin una sola arruga, con puños y cuello almidonados, mancornas brillantes y sombrero, ¡qué sombrero!, en puro fieltro, al estilo de Gardel, los que ahora sólo se utilizan en fiestas de disfraces; la combinación de colores sobrios era, simplemente, perfecta. Pero esto habría de cambiar.
Su rutina se transformó después de un cóctel, como cualquiera, donde él era admirado por su conocimiento empresarial y cultural al igual que por sus tradiciones. Allí en el evento conoció a Lina, quien poseía una belleza clásica: rubia, ojos color miel y cintura delgada. El cruce de sus miradas fue tan arrollador que ninguno de los dos pudo superarlo. A ella le encantaban sus charlas, su ternura que, aunque esporádica, era encantadora y, sobre todo, el que mantuviera en su personalidad una cultura ya perdida, la bogotana.
Marcelino vivió contento hasta el día en que Lina murió: fue violada y al pensar que él no superaría lo sucedido decidió quitarse la vida. El fatídico hecho se produjo un ocho de marzo cuando, por última vez, sus manos rozaron su rostro. Lina murió y en la oficina no se supo nada más de Marcelino, desapareció.
Un mes después volvió con la barba crecida y el cabello largo. Llegó en su faceta moderna, no se sabe ni cómo ni cuándo pero lo había consumido. El recuerdo le pesaba, verla morir en sus manos parecía obra del demonio. ¿Por qué no le había dicho nada?, ¿él habría podido entender?, éstas incógnitas le taladraban el cerebro, no sabía qué hacer. Los papeles iban y volvían. Se volvió tal su obsesión por encontrar respuesta que sólo estiraba sus brazos para servirse del más fino whisky y firmar papeles sin importarle su contenido. Los cigarrillos ya no parecían afectar sus pulmones ni el trago su hígado, su cuerpo parecía indestructible pero su espíritu estaba en estado de putrefacción, no sabía cómo levantarse, cada palabra de ánimo era una puñalada más.
Recuerdo a mi padre, él nunca pudo superar la trágica pérdida de mi madre quien murió frente a nuestros ojos. Miré correr su preciosa sangre, la misma que pasa por mis venas. Fue un 12 de abril por la noche, rateros entraron a mi casa con capuchas negras y armas muy grandes, pedían a mi padre abrir la caja fuerte. Por rehusarse tomaron a mi madre y después de sacar todo el dinero, escrituras y joyas descargaron un tiro sobre sus sesos, sólo recuerdo que por su cuello y su cabeza corría mucha sangre y que la ayuda que llevé no sirvió de nada.
Al revolver su pasado se sintió peor y le pareció que su vida no tenía sentido. Ya no podía ver sus sueños realizados, todo un futuro se vio truncado por la injusticia.
Lina nunca vio con malos ojos a Marcelino, su “cachaquito”. Sus paseos eran largos, caminaban por la gran avenida divagando, hablando, mirando los carros, el claro del cielo y la lluvia que caía sobre ellos. Con esos momentos supieron que lo que sentían era verdadero amor. Nunca estuvieron tan bien. Los problemas eran fáciles de sobrellevar, el mundo estaba a sus pies; pero ahora era al revés.
Marcelino se sentía como Atlas, aquel griego que carga el mundo sobre su espalda. Las cobijas le pesaban cuando sus párpados se abrían, el cantar del gallo no era el mismo y el café era tan amargo como el hecho de vivir. La gente se preocupaba aunque él seguía ensimismado, no cambiaba las sábanas desde el último día en que Lina estuvo bajo ellas. Sentía su olor cada vez más tenue, noche tras noche intentaba perderse del mundo, apagaba su teléfono, no era nadie más que un muerto en vida. Lina era su pasión, sin ella no valía la pena la vida. Su recuerdo era lo único que le quedaba.
Un día olvidó apagar su teléfono y su mejor amigo, Andrés, de quién no sabía hacía mucho, llamó a saber de él:
- Marcelino ¡qué gusto escucharte ala!
- Ojalá pudiera decir lo mismo querido amigo
- ¿Te pasa algo chatico?
- Se me está acabando la vida hermano
- No digas eso hombre
- Es la verdad, ya no se quién soy
- Mira, veámonos mañana en el sitio de siempre, donde doña Gladis ¿te acuerdas ala? Jajajajaja
- Jajajajaja. Sí mi hermano, allá estaré a eso de las tres ¿te parece?
- Por supuesto. Hasta entonces.
- Hasta entonces
En la cafetería recordaron viejos momentos y lo que había pasado con Lina. Su amigo le dijo:
- Hombre tu vales mucho y puedes superar esto.
- Pero ¿cómo?
- Con alguien que te escuche y que no te deje desfallecer
Hubo un silencio, ninguno de los dos sabía que hacer, entonces dijeron:
- Paguemos
- Dale hombre
- Vamos a descubrir de nuevo tu mundo
- ¿Podremos?
- Allí esta el camino, sólo hay que recorrerlo
Se encontraron con el mundo donde incontables fantasías se suscitan, donde los hombres se funden con la tinta y el papel, donde el último cachaco volvió a resurgir: en La Feria del Libro, donde la ciudad que lo vio nacer era la invitada de honor, con todos sus hijos recorriendo paso a paso la historia de una cultura que no puede quedarse en el sótano del olvido.
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