Bogotá Live
“Nuestra voz la repiten los siglos… Bogotá, Bogotá, Bogota…”
Son las cinco de la tarde, ningún contratiempo climático; el sol de las cinco de la tarde bordeaba la imagen del templo más sagrado del catolicismo bogotano y en sus gradas, frente a la plaza de Bolívar, aquel mítico lugar en donde los próceres y los mártires de este sufrido pero alegre país pusieron su cuota de idealismo y sangre, se encontraban ellos, los hombres y mujeres, adultos y ancianos, con trajes verde y naranja, con máscaras coloridas, sus rostros pintados y sus ganas de bailar y hacer de esta “nevera” el lugar más caluroso del país por lo menos por un día; ellos son aquellos personajes que vemos todos los días pero nunca queremos observar, todos aquellos seres humanos que han sido olvidados por esta sociedad sumida en la preocupación por el timpo, el poder y el dinero. Ellos son: los habitantes de la calle.
Las tamboras, los clarinetes y los pitos empezaban a sonar, la epifanía que se veía venir iniciaba su celestial descenso, la energía de los adulos mayores empezaba a surgir con el sonido de las cajas, la euforia se podía oler, y era ya tangible cuando llegaron los organizadores y empezaron a guiar a los artistas quienes seguían asiduamente las ordenes hasta que el momento llegó y el carnaval empezó.
La Gran Avenida, como se le llamaba antes a la carrera Séptima era el escenario, al calor de una buena compañía inicié el recorrido por las calles más históricas y emblemáticas del país, aquellas que acogieron los desastres del nueve de abril de 1948, las protestas en contra del gobierno, la entrada del profesor Moncayo y ahora, la festividad del los 469 años de la capital: Bogotá.
Muchas historias, unos cuantos cigarrillos y los ojos de aquellos curiosos delataban el furtivo trabajo del ritmo sobre sus cuerpos, cuando la caravana inició el mágico toque de esa música, que todos conocemos pero no recordamos o de la cual sólo nos acordamos cuando una parodia ayuda a re-descubrir ese mundo tan nuestro y tan atípico, algunas palmas externadistas se alzaron para iniciar los festejos a la gran Bogotá. Una o dos veces fuimos “obligados” a subirnos al andén, solo para que tomáramos aliento y volviéramos al ruedo, a esa plaza donde no hay toro ni hay “valientes” toreros, sino en aquella donde la danza y la música son las banderillas que penetran en lo hondo del espíritu y el escudo que todos tenemos en guardia, junto con la espada que blandimos en el trasegar diario, desaparecen, no hay desconocidos, sólo personas que están disfrutando de la fiesta más grande que todos los años nos abruma y nos hace sentir esa pertenencia, ese orgullo y nos recalca el honor que es nacer entre los laureles de la sociedad cachaca.
La violencia se olvida. En el mar de gente ubicada en los andenes y las olas humanas por la séptima no hay ladrones, no hay estafadores, no hay congresistas; nos convertimos, con cada paso en una masa con forma, con ritmo y con ganas de decirle a Bogotá y a todo el mundo quién manda en éste lugar, que Bogotá es la capital y que como ella no hay otra.
El cansancio es mínimo, un hombre sube en la paloma que cubría la retaguardia del ejército de artistas que llenaban la avenida e inició la labor de “Reina del Carnaval”, con pocos nervios éste sujeto bailo al ritmo de la improvisada batería, hecha con ollas como charlestons y botes de pintura como redoblantes. Esto amenizó aun más nuestro peregrinaje hasta la calle 24 –el de todos los asistentes tal vez- ya que hubo chiflidos y “piropos” a este coloso de la personalidad.
El cielo empezaba a tomar un color oscuro, dando la señal de la noche, pero nosotros teníamos un sol que alumbraba e irradiaba energía; todas las sonrisas y el seguimiento del ritmo con aplausos eran más que suficientes para iluminar toda la noche a la ciudad.
Se dejó de ver, por un momento, el regionalismo que hemos venido manejando desde hace mucho tiempo en todo el país y se vieron representaciones de muchas partes, la papayeras hicieron su aparición, la música folclórica pedía a gritos su lugar; llegamos a la calle 20 con séptima, allí hicieron su entrada triunfal los sonidos de las flautas, los redoblantes y demás instrumentos que daban el preámbulo a lo que sería el apoteósico final, para mí, de la noche.
La música nos llevaba, así como la sangre lleva al tiburón hacia su presa, pero éramos presos de tanta movilidad, de tanto relajamiento, que sólo paz y alegría albergaban todos los corazones de los presentes. Por una vez vi a mi ciudad viviendo y haciéndole caso a sus sentimientos y buscando en ellos la energía para moverse y para hablar que dilucide que la ciudad sí puede vivir aquietando su mente y escuchando la voz de sí mismos.
Muchos hicieron su agosto allí: desde la Plaza de Bolívar y la peculiar foto sobre la llama, los niños disfrutaban de una experiencia que quedaría impresa en la posteridad del álbum familiar. Otro negocio, el que más se ve en este tipo de eventos es el tradicional algodón de azúcar rosado y su inconfundible olor hacían las delicias de adultos e infantes, nunca falta tampoco, ni podría faltar, el mango con sal, limón, pimienta y otros ingredientes; el salpicón y los grandes trozos de sandía se hicieron presentes en carpas adecuadas para su venta. Y quienes tenemos el placer de fumar, nunca nos quedamos varados, siempre está el fiel amigo, el hombre cuya consigna es: “Marlboro, chicle, Marlboro”, siempre aparece en escena cuando más es necesitado, supliendo una necesidad básica para un externadista.
Eran las seis y media de la tarde y esto apenas empezaba a demostrar la grandeza que tenía; en la calle 24 con carrera séptima, la tarima para la orquesta estaba ya dispuesta, los músicos ya tenía sus instrumentos apunto de estar listos y el animador empezaba a crear la rumba desde su estrado con la verborrea característica de estos personajes.
Un cigarrillo y una charla previa con los amigos y personas muy queridas, fue el inicio del fin de este recorrido, junto con un final muy bonito: la sincopa del merengue empezó a sonar y con la mejor pareja baile, en medio de la calle, golpeando a una que otra persona en medio de las volteretas propias de tan preciado baile y así regresaría a mis aposentos, llevándome en la mente la idea de que Bogotá siempre será la capital, la maravillosa capital de este país y que siempre estaré orgulloso de decir al final del himno “Bogotá, Bogotá, Bogotá”
Gracias Bogotá y que la fuerza te acompañe mi amada y vieja amiga.
“Nuestra voz la repiten los siglos… Bogotá, Bogotá, Bogota…”
Son las cinco de la tarde, ningún contratiempo climático; el sol de las cinco de la tarde bordeaba la imagen del templo más sagrado del catolicismo bogotano y en sus gradas, frente a la plaza de Bolívar, aquel mítico lugar en donde los próceres y los mártires de este sufrido pero alegre país pusieron su cuota de idealismo y sangre, se encontraban ellos, los hombres y mujeres, adultos y ancianos, con trajes verde y naranja, con máscaras coloridas, sus rostros pintados y sus ganas de bailar y hacer de esta “nevera” el lugar más caluroso del país por lo menos por un día; ellos son aquellos personajes que vemos todos los días pero nunca queremos observar, todos aquellos seres humanos que han sido olvidados por esta sociedad sumida en la preocupación por el timpo, el poder y el dinero. Ellos son: los habitantes de la calle.
Las tamboras, los clarinetes y los pitos empezaban a sonar, la epifanía que se veía venir iniciaba su celestial descenso, la energía de los adulos mayores empezaba a surgir con el sonido de las cajas, la euforia se podía oler, y era ya tangible cuando llegaron los organizadores y empezaron a guiar a los artistas quienes seguían asiduamente las ordenes hasta que el momento llegó y el carnaval empezó.
La Gran Avenida, como se le llamaba antes a la carrera Séptima era el escenario, al calor de una buena compañía inicié el recorrido por las calles más históricas y emblemáticas del país, aquellas que acogieron los desastres del nueve de abril de 1948, las protestas en contra del gobierno, la entrada del profesor Moncayo y ahora, la festividad del los 469 años de la capital: Bogotá.
Muchas historias, unos cuantos cigarrillos y los ojos de aquellos curiosos delataban el furtivo trabajo del ritmo sobre sus cuerpos, cuando la caravana inició el mágico toque de esa música, que todos conocemos pero no recordamos o de la cual sólo nos acordamos cuando una parodia ayuda a re-descubrir ese mundo tan nuestro y tan atípico, algunas palmas externadistas se alzaron para iniciar los festejos a la gran Bogotá. Una o dos veces fuimos “obligados” a subirnos al andén, solo para que tomáramos aliento y volviéramos al ruedo, a esa plaza donde no hay toro ni hay “valientes” toreros, sino en aquella donde la danza y la música son las banderillas que penetran en lo hondo del espíritu y el escudo que todos tenemos en guardia, junto con la espada que blandimos en el trasegar diario, desaparecen, no hay desconocidos, sólo personas que están disfrutando de la fiesta más grande que todos los años nos abruma y nos hace sentir esa pertenencia, ese orgullo y nos recalca el honor que es nacer entre los laureles de la sociedad cachaca.
La violencia se olvida. En el mar de gente ubicada en los andenes y las olas humanas por la séptima no hay ladrones, no hay estafadores, no hay congresistas; nos convertimos, con cada paso en una masa con forma, con ritmo y con ganas de decirle a Bogotá y a todo el mundo quién manda en éste lugar, que Bogotá es la capital y que como ella no hay otra.
El cansancio es mínimo, un hombre sube en la paloma que cubría la retaguardia del ejército de artistas que llenaban la avenida e inició la labor de “Reina del Carnaval”, con pocos nervios éste sujeto bailo al ritmo de la improvisada batería, hecha con ollas como charlestons y botes de pintura como redoblantes. Esto amenizó aun más nuestro peregrinaje hasta la calle 24 –el de todos los asistentes tal vez- ya que hubo chiflidos y “piropos” a este coloso de la personalidad.
El cielo empezaba a tomar un color oscuro, dando la señal de la noche, pero nosotros teníamos un sol que alumbraba e irradiaba energía; todas las sonrisas y el seguimiento del ritmo con aplausos eran más que suficientes para iluminar toda la noche a la ciudad.
Se dejó de ver, por un momento, el regionalismo que hemos venido manejando desde hace mucho tiempo en todo el país y se vieron representaciones de muchas partes, la papayeras hicieron su aparición, la música folclórica pedía a gritos su lugar; llegamos a la calle 20 con séptima, allí hicieron su entrada triunfal los sonidos de las flautas, los redoblantes y demás instrumentos que daban el preámbulo a lo que sería el apoteósico final, para mí, de la noche.
La música nos llevaba, así como la sangre lleva al tiburón hacia su presa, pero éramos presos de tanta movilidad, de tanto relajamiento, que sólo paz y alegría albergaban todos los corazones de los presentes. Por una vez vi a mi ciudad viviendo y haciéndole caso a sus sentimientos y buscando en ellos la energía para moverse y para hablar que dilucide que la ciudad sí puede vivir aquietando su mente y escuchando la voz de sí mismos.
Muchos hicieron su agosto allí: desde la Plaza de Bolívar y la peculiar foto sobre la llama, los niños disfrutaban de una experiencia que quedaría impresa en la posteridad del álbum familiar. Otro negocio, el que más se ve en este tipo de eventos es el tradicional algodón de azúcar rosado y su inconfundible olor hacían las delicias de adultos e infantes, nunca falta tampoco, ni podría faltar, el mango con sal, limón, pimienta y otros ingredientes; el salpicón y los grandes trozos de sandía se hicieron presentes en carpas adecuadas para su venta. Y quienes tenemos el placer de fumar, nunca nos quedamos varados, siempre está el fiel amigo, el hombre cuya consigna es: “Marlboro, chicle, Marlboro”, siempre aparece en escena cuando más es necesitado, supliendo una necesidad básica para un externadista.
Eran las seis y media de la tarde y esto apenas empezaba a demostrar la grandeza que tenía; en la calle 24 con carrera séptima, la tarima para la orquesta estaba ya dispuesta, los músicos ya tenía sus instrumentos apunto de estar listos y el animador empezaba a crear la rumba desde su estrado con la verborrea característica de estos personajes.
Un cigarrillo y una charla previa con los amigos y personas muy queridas, fue el inicio del fin de este recorrido, junto con un final muy bonito: la sincopa del merengue empezó a sonar y con la mejor pareja baile, en medio de la calle, golpeando a una que otra persona en medio de las volteretas propias de tan preciado baile y así regresaría a mis aposentos, llevándome en la mente la idea de que Bogotá siempre será la capital, la maravillosa capital de este país y que siempre estaré orgulloso de decir al final del himno “Bogotá, Bogotá, Bogotá”
Gracias Bogotá y que la fuerza te acompañe mi amada y vieja amiga.